lunes, 27 de diciembre de 2010

Desnuda tu pudor!!


Desnuda tu pudor y regálame un poco de eso que dices que te sobra. Déjame matar ese rubor que se te cuela entre las pecas. Sofócate hacia fuera y deja de tragarte esa espuma de bomberos, quémate, inflámate, inflámame, pertúrbame, no dejes nada intacto porque al final solo cenizas quedan.

Entrégame tus fantasías y déjame peinar el bigote entre tus piernas. Solo quiero escucharte en espasmos, en convulsiones, quiero verte temblorosa pero de ansias, quiero que me grites pero con tu cuerpo…

Solo tócate que te toca, solo tócame que te toco.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Halcón sobre la copa!!



Hoy me desperté y enseguida me di cuenta que no estabas. No tengo idea a dónde fuiste, pero cuánto se te hecha de menos, no sabes. Justo hoy es una de esas mañanas en que particularmente me despierto buscándote, con urgencias de ti. Ya nada, no estás y punto.

No se por qué pero este último tiempo he pasado tragando días y escupiendo horas ¿Será por que es diciembre? Este mes siempre me hace entrar en un amodorramiento. Solo busco en el calendario los feriados, lanzo cebo a ver si logro que pique un días más.

Todavía no logro tragarme ese cuento que dice: No es más rico el que tiene más, sino el que menos sabe necesitar, ese del Txus Di Fellatio, pues cada día te necesito más y mientras más te tengo más rico me siento… no me considero aún un millonario de ti, pero creo que voy por buen camino. Definitivamente esa frase solo pega en la acumulación de cosas, no en la de sentimientos. Luego Txus es un mago y se reivindica, y casi me lee cuando dice que en tu descanso seré reposo, y en tu camino seré el andar. Oz-tia que tipo!

Sabes, si no estás preferiría morir que perder la vida, claro, porque mueres cuando te toca y pierdes la vida cuando no te tocan. Es menos cruel la muerte de sopetón que deshilacharse hasta desaparecer. Creo que en eso si soy todo un cobarde, prefiero estar desprevenido y morir, antes de que venga alguien y me robe de a poco la vida…

Como quisiera no tener que aferrarme a nadie, ni al aire, ni a ese olor que quedó prendido de ayer. Como quisiera no tener tan presente esos resbalones que dabas en mi vello in-púbico. Qué no diera por callar el eco antiguo de tu vos, ese que me taladra y me despierta a menudo sudando, sudándote.

Ya ves lo que ocasionas al irte tan temprano… espero que vuelvas pronto para poder posarme en tu copa como un halcón.

viernes, 18 de junio de 2010

Adios José Saramago!!!





















Este es el discurso que dio José Saramago al recibir el premio Nobel de Literatura... maestro, se te va a extrañar!!!!

Escucha a José Saramago en: Gomaespuma

saludos a todas/os!!!

DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL PREMIO NOBEL

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro.

En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera.

Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?". Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza". Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras.

Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.

Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. "Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día. Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas". Y terminaba: "Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de Africa, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?".

Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido. Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central. También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.

Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos con que los movía. De esos maestros el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente por la letra H., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro, protagonista de una historia titulada "Manual de pintura y caligrafía", que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces. Las mías, pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No me compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio.

Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime. Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mau-Tempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de "Alzado del suelo" y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados, personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez destruirnos. No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo dirá.

¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las "Rimas" y las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de "Os Lusíadas", que fue un genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Super-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos. Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las redondillas de "Sobolos rios". Entre hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre de la India, adonde muchos sólo iban para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y golpeado en el alma, fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a perturbar los sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el teatro en el escenario de la pieza de teatro llamada "Que farei con este livro?" ("¿Qué haré con este libro?"), en cuyo final resuena otra pregunta, aquélla que importa verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a tener respuesta suficiente: "¿Qué haréis con este libro?". Humildad orgullosa fue ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse injustamente rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada, esta de querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo hoy, y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las razones tranquilizadoras que quizá nos estén siendo dadas o que estamos dándonos a nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros.

Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el misterioso poder de ver lo que hay detrás de la piel de las personas. El se llama Baltasar Mateus y tiene el apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de Siete-Lunas que le fue añadido después porque está escrito que donde haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta de uno y otro tornará habitable, por el amor, la tierra. Se aproxima también un padre jesuita llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto. Sontres locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde florecieron las supersticiones y las hogueras de la Inquisición, donde la vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio y una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y también se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las manos sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del convento, las alas enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios, la cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío. Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del "Memorial del convento", un libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: "Además de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo". Que así sea.

De las lecciones de poesía,sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada lugar que descubre. Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde "El año de la muerte de Ricardo Reis" comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista - "Atena" era el título - en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis. No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis ("Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes"), pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: "Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo". Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las "Odas" algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese diciéndole: "He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar sentado es tu sabiduría".

"El año de la muerte de Ricardo Reis" terminaba con unas palabras melancólicas: "Aquí donde el mar acabó y la tierra espera". Por tanto no habría más descubrimientos para Portugal, sólo como destino una espera infinita de futuros ni siquiera imaginables: el fado de costumbre, la saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz imaginó que tal vez hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua, por ejemplo mover la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro. Fruto inmediato del resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de Europa (sería más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela que entonces escribí - "La balsa de piedra" - separó del continente europeo a toda la Península Ibérica, transformándola en una gran isla fluctuante, moviéndose sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur del mundo, "masa de piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos, bosques, fábricas, bosques bravíos, campos cultivados, con su gente y sus animales", camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así, a tanto se atrevió mi estrategia, el dominio sofocante que los Estados Unidos de la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes. Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el Sur a fin de, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y modernos, ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética. Los personajes de "La balsa de piedra" - dos mujeres, tres hombres y un perro - viajan incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un perro como los otros). Eso les basta. Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en "La balsa de piedra" hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría "História do Cerco de Lisboa", en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un "sí" un "no", subvirtiendo la autoridad de las "verdades históricas". Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el historiador. Así: "Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura y vida, Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura. La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de otra
manera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era. Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta preparación profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas. Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí. Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor". Escusado será añadir que el aprendiz aprendió con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora.

Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir "El Evangelio según Jesucristo". Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del "Nuevo Testamento" a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones. Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de Egipto con su familia. Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a la Tierra con el encargo de redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los dos años de edad degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito por el aprendiz con el respeto que merecen los grandes dramas, José será consciente de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que cometió y se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le faltase todavía para liquidar sus cuenta con el mundo. "El Evangelio" del aprendiz no es, por tanto, una leyenda edificante más de bienaventurados y de dioses, sino la historia de unos cuantos seres humanos sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús, que heredará las sandalias con las que su padre había pisado el polvo de los caminos de la tierra, también heredará de él el sentimiento trágico de la responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando levante la voz desde lo alto de la cruz: "Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo", refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien sabe si recordando todavía, en es última agonía, a su padre auténtico, aquel que en la carne y en la sangre, humanamente, lo engendró. Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo viaje cuando en el herético evangelio escribió las últimas palabras del diálogo en el templo entre Jesús y el escriba: "La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre, dijo el escriba, Ese lobo de que hablas ya se ha comido a mi padre, dijo Jesús, Entonces sólo falta que devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido, o devorado, No sólo comido y devorado, también vomitado, respondió el escriba".

Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los 1.200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que tituló "In Nomine Dei". Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar. Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que unos y otros en El creían. La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo. Ciegos.El aprendiz pensó "Estamos ciegos", y se sentó a escribir el "Ensayo sobre la ceguera" para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante. Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama "Todos los nombres". No escritos, todos nuestros nombres están allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos. Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdonadme si os pareció poco esto que para mí es todo.

martes, 8 de junio de 2010

Muere Bolívar Echeverría, ‘nuestro filósofo crítico’










El filósofo y escritor ecuatoriano. Bolívar Echeverría vivía en México desde hace cuatro décadas. Venía al país frecuentemente.

Conmovido recuerda el poeta Ulises Estrella, a Bolívar Echeverría (Riobamba, 1941), fallecido el sábado pasado en México. “Era nuestro filósofo”, dice el director de la Cinemateca Nacional del Ecuador.

Con 20 años, ambos formaron una amistad que duró, mediante la correspondencia. La relación se inició en la Universidad Central y se desarrolló con el interés por el existencialismo, por los textos de Jean Paul Sartre y la literatura de Albert Camus.

Echeverría, a pesar de los nexos con los tzantzicos y de haber estado junto a ellos en los inicios, no estuvo con ellos en su fundación, en 1962. En ese año, el joven pensador ya buscaba la huella de Martin Heidegger, en Friburgo, Alemania. Allí, Echeverría entró en contacto con movimientos juveniles de izquierda, cuyo ideario empataba con las investigaciones de filósofos, economistas y sociólogos marxistas, bajo el sello de la Escuela de Fráncfort.

Impulsado por esos movimientos europeos escribió el ensayo ‘La posibilidad del cambio’, que apareció en la revista quiteña Pucuna. “Se trataba de una teoría audaz desde una perspectiva anticapitalista”, explica Estrella.

Envuelto en esa atmósfera y con una orientación más determinada por su actividad en los levantamientos juveniles, Echeverría se inscribió en la Universidad Libre de Berlín, para realizar estudios en Filosofía.

El catedrático universitario Wladimir Sierra, quien también estudió en esa institución (años después de Echeverría), recuerda que luego de la caída del muro de Berlín y el desmoronamiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), cuando el pensamiento de izquierda cayó en crisis y muchos giraron hacia la socialdemocracia o la derecha, Bolívar Echeverría mantuvo su pensamiento en firme.

En esa línea, el poeta, filósofo y ensayista ecuatoriano Iván Carvajal, señala que Echeverría se alimentó del pensamiento de Marx, con libertad y autonomía, al margen de dogmatismos. Golpeado por la muerte del filósofo y amigo entrañable, Carvajal considera que Echeverría fue un pensador recio y profundo, con un recorrido muy complejo de la filosofía de la modernidad, sobre una perspectiva crítica.

Para continuar con sus estudios y con el desarrollo de su teoría, Echeverría viajó a México e ingresó en la UNAM. En ese país vivió las últimas cuatro décadas, como catedrático e investigador de esa universidad, y con el respeto de la intelectualidad latinoamericana.

En su obra se agrupan títulos trascendentes como: ‘El discurso crítico de Marx’, ‘Definición de la cultura’, ‘Las ilusiones de la modernidad’, ‘Valor de uso y utopía’, ‘Conversaciones con el barroco’ y ‘Vuelta de siglo’. Este último le valió el Premio Libertador Simón Bolívar al Pensamiento Crítico, en el 2008. Antes ya obtuvo el Pío Jaramillo Alvarado, en Quito, y la Universidad Nacional a la Docencia, en México.

Uno de sus aportes, proveniente de su pensamiento crítico y la relación con la cultura, fue la teoría del ethos barroco. Esta exploró un comportamiento especial en los mestizos latinoamericanos. “Valoraba la trascendencia y el nivel de Quito con su calidad estética, como no dependiente del capitalismo desarrollado, sino una mezcla de costumbres y tradiciones, como una especie de rebelión tácita ante la imposición del mercado”, dice Estrella.

“De su crítica a la modernidad planteó la particularidad de América Latina y de los países de la esfera occidental católica, frente a la alternativa de la modernidad europea representada con la Europa nórdica”, concluye Carvajal. Y añade, que no se podría adscribir a Echeverría a una política: “Tuvo una fuerte impronta marxista, en las políticas redistributivas y de derechos humanos. Él tomó de forma muy profunda la crítica del capitalismo contemporáneo, como también del socialismo y fue un buscador de reflexiones de la vida demócrata”.

El domingo se incineraron sus restos en México.
Sus cenizas visitarán el país, la próxima semana.


Fuente: El Comercio

jueves, 3 de junio de 2010

Fin de la Barbarie

La era de la barbarie había llegado a su fin. Ni el más fatídico presagio serviría de referente para intentar ilustrar lo que fueron esos cien años guerra. Se sabe que todo comenzó luego de que la tierra sufriera un significativo aumento en su temperatura. Los 5,8oC de incremento pronosticado para el año 2040, habían subido 7,7oC, lo que representó un cambio violento y profundo en la biósfera terrestre, mayor que en cualquier siglo de los últimos 10.000 años.
La razón principal para esta drástica subida de temperatura fue debido al proceso de industrialización iniciado hace dos siglos y medio y, en particular, por la combustión de cantidades cada vez mayores de petróleo y carbón, la tala de bosques y algunos métodos de explotación agrícola y ganadera.
Estas actividades aumentaron el volumen de gases de efecto invernadero en la atmósfera, sobre todo de dióxido de carbono, metano y óxido nitroso. Cuando el volumen de estos gases llegó a niveles incontrolables, provocaron unas temperaturas artificialmente elevadas. El decenio del 2040 fue el más cálido del último milenio, y 2049 el año de más calor.
El cambio climático provocó extinciones masivas nefastas de especies animales y vegetales. Los últimos cálculos, hechos antes de la Gran Guerra, mostraban que entre los años 1500 y 1850 desaparecía una especie cada 10 años. Entre 1850 y 1950, una especie por año. A partir de 1990 una especie por día, en el 2000 una especie por hora y en el 2040 llegó a desaparecer una especie por segundo. En su desesperada lucha por sobrevivir, las pocas especies que lograron adaptarse, sufrieron mutaciones en sus estructuras macroscópicas y morfológicas, convirtiéndose en verdaderas máquinas depredadores.
Los rendimientos agrícolas desaparecieron en las zonas templadas, no se diga en las regiones tropicales y subtropicales. Todas las zonas continentales interiores, por ejemplo el Asia central, el Sahel africano y las grandes llanuras de los Estados Unidos, ahora son desiertos inhóspitos. Los ciclones y huracanes fueron cada vez más frecuentes y poderosos, inundaciones y sequías más intensas.
Todos los glaciares de montaña de las regiones no polares desaparecieron. En la zona ártica de Rusia, Canadá y Alaska, los edificios se derrumbaron debido a que el permafrost que se encontraba bajo sus cimientos se derritió.
El nivel del mar subió por término medio entre diez y veinte centímetros durante el siglo XX, y para el año 2100 ésta había alcanzado el metro veinte. Esta subida de las temperaturas hizo que el volumen de los océanos se expandiera y la fusión de los glaciares y casquetes polares aumentara el volumen de agua. Los mares invadieron los litorales que eran fuertemente poblados. Países como India, Bangladesh, Indonesia desaparecieron prácticamente por completo y las pocas reservas de agua dulce se contaminaron, provocando migraciones en masa.
Un total de 46 países y 2.700 millones fueron afectados por el conflicto armado y la guerra debido al cambio climático. Gran parte de África, Asia y Sudamérica sufrieron brotes de guerra y caos social ha medida en que las altas temperaturas lo erosionaban todo. Europa y Norteamérica pagaron caro sus pecados. Las principales víctimas fueron los países que carecían de recursos y estabilidad para ocuparse del calentamiento global. La humanidad se organizó en grupos de defensa regionales y estallaron conflictos armados en todos los puntos cardinales del globo.
En África se multiplicaron miles de pequeñas milicias irregulares que se lanzaron al Norte en búsqueda de agua y comida, al igual que India y China, pero hacia el Oeste. Los colonizadores europeos fueron colonizados.
En América la situación tomó tintes dantescos. Con la crecida de las aguas del Atlántico y del Pacífico, todo Panamá desapareció por completo, al igual que parte de Costa Rica. Los dos océanos se unieron, separando para siempre el Norte y el Sur.
Australia se inundó por todos los bordes y del centro hacia afuera, los apocalípticos incendios liquidaron todo rastro de vida humana. Sydney fue como la Roma de Nerón. Se convirtió en el primer continente vacío.
Otros cuantos millones de refugiados climáticos se desplazaron al interior de sus propios Estados. Colombia, Malí y Birmania fueron los países más afectados por estos desplazamientos internos.

jueves, 13 de mayo de 2010

Un nuevo día en Gaia..

Amanecía otra vez. Los primeros jirones de luz entraban de puntillas por el lado oriental de la gran montaña. Un naranja opaco comenzaba a iluminar el enorme muro de piedra. Cada uno de los bloques que lo formaban, estaban perfectamente alineados en columnas de cuarenta y ocho piezas, que sumadas, alcanzaban los doce metros de altura. En el extremo, donde iniciaba la pendiente más alta de la montaña, se mostraba sobre la muralla una torre de vigilancia, pétreamente reforzada, que permitía a sus ocupantes divisar cualquier movimiento en el sur y en el este del valle. La formidable pared, que se extendía zigzagueante por ambos lados del monte, protegía el único frente por el cual hubiese existido la posibilidad de llegar a la cima.
Del otro lado, al interior de la fortaleza, el día había comenzado para muchos horas antes. El sol para sus habitantes no era el que determinaba el tiempo. Para ellos y para ellas todo estaba establecido dependiendo del rol que cumplían. El día y la noche desde hace años les era indiferente, incluso antes de la Gran Guerra, ya no eran dueños ni de su tiempo ni de su propia vida. Todo aquello que existió o se conoció, ya no lo era más.
La voracidad por acumularlo todo, riquezas, poder, confort, había llevado a sus antepasados a eliminarse sistemáticamente en un intento por acaparar los pocos recursos que aún existían. Su paulatino agotamiento, sumado a los cambios irreversibles de la naturaleza, llevó a enfrentarlos los unos a los otros. Grandes grupos migratorios aparecían de todos lados y a su paso, como ejércitos de langostas, lo consumían todo. Eran tan grandes estas bandadas humanas que ni el imperio más poderoso del siglo pasado, con toda su tecnología y letal arsenal, pudo frenar al hambre y la sed que la gente sentía. Fue la primera vez que no pudieron ponerle un rostro al enemigo, pues todos y todas se convirtieron en jaurías de bestias, gobernadas por un instinto de sobrevivencia. Fue la última Gran Guerra, que duró más de cien años, y de la cual solo sobrevivieron pequeñas hordas guerreras que buscaban los contados manantiales de agua para asentarse.
La memoria, aún lastimada por el recuerdo de esa nefasta autodestrucción, se despertaba siempre a las seis. A esa hora, desde el fin de la guerra, las personas se juntaban cada mañana alrededor del Oráculo de Khipu, ubicada en la parte más alta de la ciudad-muralla, junto a la Fuente de Cassotis y al Tronco Sagrado, para iniciar la ceremonia preguntando a los dioses si ese día iban a gozar del hado de sus bendiciones y, por fin, poder tocar la lluvia. La mayoría de los congregados la conocían solo por los relatos contados por los hombres más viejos, conocidos como Ethos, pues desde que nacieron, ese primigenio milagro los había olvidado a su suerte.
Las Khipuskas, o guardianas del oráculo, eran tres vírgenes elegidas por la binarquía y eran las encargadas de interpretar los mensajes de la divinidad. A estas sacerdotisas, nombradas de forma vitalicia, solo se les pedía llevar una moral intachable y vivir para siempre dentro del santuario. Cuando moría una ellas, era remplazada inmediatamente por la soltera más deseada, la cual era ungida luego de un doloroso rito de extirpación del clítoris. De esta forma se aseguraban que jamás conocería el placer sexual y que su todo espiritual esté entregado por completo a la gracia del oráculo.
Una vez al mes, en la Ceremonia Mayor, se abría un espacio de consultas, en donde la gente común podía preguntar al oráculo sobre su futuro. Los consultantes debían cumplir algunas normas: Presentarse bien purificado, traer como ofrenda una ración de agua completa y algún animal para el sacrificio, cuyas vísceras en parte se quemaban en un honor y en parte se distribuían entre los asistentes.
En el ceremonial, las Khipuskas proferían sus vaticinios en un estado de trance o locura profética, era como si el dios entrara en ellas y se expresara a través de su voz, de una manera parecida a la de una médium. Antes de empezar con las predicciones, cumplían una serie de rituales. Primero, se desnudaban por completo y bebían de un solo sorbo toda su ración de agua del día, aproximadamente un cuarto de copa. Luego tomaban en las manos una rama del Tronco Sagrado y se sentaban de espaldas, una contra la otra, en lo alto de un trípode de piedra, ubicado al fondo del oráculo, que simbolizaba los tres períodos del tiempo: pasado, presente y futuro. Con los ojos perdidos en un punto fijo, cada sonido que emitían, cada movimiento de sus cuerpos, era parte de sus adivinaciones, las que luego eran puestas por escrito, a menudo en versos hexámetros, por cinco Ehtos, que hacían de escribas. Finalmente, cuando la predicción era dada, las Khipuskas regresaban al trance para que el espíritu las dejara en libertad.
Pero esa mañana, justo antes de iniciar el ritual, un aroma extraño reviraba el ambiente...

jueves, 25 de marzo de 2010

La sociedad gaiana VII

La posesión de oro y plata estaba prohibida y se la castigaba con severas penas. Además, la posesión subrepticia e ilegal de estos metales tampoco les sirve de mucho. Los gaianos no adornan con joyas de oro sus hercúleos abdómenes, no se acicalan hasta parecer papagayos. Su adorno más preciado es su propio cuerpo y, en lugar de cubrirlo con fatuidades, lo cultivaban para que sea hermoso y para poder mostrarlo sin vergüenza.
Para producir lo que se necesita sobre una mesa, y hasta para fabricar la mesa misma, estaban los periecos, y si ellos necesitaban ayuda, pues estaban los helotas o esclavos. Estos últimos eran parte de la familia como podía serlo la vaca, el caballo, el perro o la cabra. ¿Maltratados? ¡Para nada! En su entender, una persona no maltrata a su caballo si su caballo le cumple. Nadie desprecia a una vaca lechera o a un excelente perro, a menos que sea un estúpido. Ningún hombre que se precie los maltrataría. Castigarlos, para que aprendan, quizás; pero maltratarlos, nunca.
Indiscutiblemente, la sociedad gaiana es austera, pero sobria, sin que eso signifique que se conforman con menos. Al contrario, aprendieron a no arruinarse la vida deseando más de lo necesario. Entienden que el ser sobrio significa no vivir persiguiendo lo prescindible, pues la austeridad los lleva a exigir lo preciso y desechar lo superfluo. No es una cuestión de cantidad. Es una cuestión de sabiduría.

Los gaianos son contundentes. Desde niños se los enseñaba a ser breves, concisos y veraces con elegancia. Si esta elegancia implicaba el sarcasmo, el hecho habla en favor de su inteligencia, pues el sarcasmo es el humor de las personas inteligentes.
Los gaianos tratan de poner la mayor cantidad de médula y seso en la menor cantidad posible de sílabas. Esa pulcritud intelectual, ese laconismo verbal, es otra característica de su agudeza mental. La palabra es como su otra espada: corta e hiriente. Una muestra de esa poderosa síntesis oral es aquella frase que usan los maestros a la hora de entrenar a sus jóvenes guerreros: "Quien no teme acercarse al enemigo no necesita largas espadas".
De estas célebres frases hay muchos ejemplos que se pueden tomar, por ejemplo, "Quien con pocas palabras entiende, pocas leyes necesita"; "Amigo… estás usando lo necesario innecesariamente"; "El que sabe palabras razonables, sabe también cuando vale la pena pronunciarlas". Antes de una batalla, alguien alguna vez preguntó a un ehros: “¿Cuántos soldados tienen en el frente?”, a lo que el guerrero contestó, "¡Los suficientes!".

Fin I parte...

viernes, 5 de marzo de 2010

La sociedad gaiana VI

Un gaiano llegado a la mayoría de edad y terminado su adiestramiento puede volver a su casa. Por lo tanto, puede y debe casarse y tener hijos. Los solteros empedernidos son castigados. Hasta entre los periecos se esperaba que, en una familia estéril, el hombre recurriese a su hermano o a su mejor amigo.
Ante esta necesidad, se comprende la enorme libertad de la que goza la mujer gaiana. Sus vestidos, abiertos por el costado hasta la cintura, permiten entrever sus torneados y bronceados muslos con total desvergüenza. Al ser deportistas tenaces, sus cuerpos se transformaron en verdaderas obras de arte, llegando a un nivel de perfección y detalle que parecieran ser hechas a mano. Gracias a esas pronunciadas aberturas en los vértices superiores de los vestidos, diseñados generalmente en base a fibras vegetales translúcidas, se puede observar las interesantísimas comisuras de sus prominentes nalgas.
Los hombres gaianos tienen oportunidades de sobra para calibrar íntegramente los atributos de las jóvenes. Todos los años, durante diez días, tenían lugar las gimnopedias en dónde la juventud gaiana competía y bailaba completamente desnuda.
No obstante, para los mirones bobos la cosa no carece de riesgos. Las mujeres tienen una lengua muy suelta y muy aguda y, en medio de una representación pública, puede tomar a un varón de blanco para destruirlo con picardías y burlas. Delante de reyes, éforos, senadores y pueblo en general, el pobre diablo queda hecho un guiñapo en cuestión de minutos. Indudablemente, un remedio definitivo y eficaz contra la lascivia, porque, sin duda, a veces es mejor ser enterrado vivo que caer en la boca viperina de una hermosa bribona, dotada de ese particular talento de adivinar los puntos débiles.
Como madres resultan insuperables. Si las jóvenes gaianas fueron compañeras de guerreros, las madres gaianas fueron progenitoras de héroes. Se cuenta que una gaiana que había mandado a sus tres hijos a la guerra se ubicó a las afueras de la ciudad para recibir más pronto las noticias del desenlace de la batalla. Cuando comenzaron a llegar los primeros guerreros, la mujer detiene a uno de ellos y lo interroga. El hombre, visiblemente incómodo, comienza a relatar cómo los tres cayeron en el combate. "¡Esclavo estúpido!" - lo interrumpió la gaiana- "¡No te pregunté por la suerte de mis hijos! ¡Te he preguntado por el resultado de la batalla!"
En Gaia, una de las ignominias más grandes era perder el escudo en la batalla. Debido a la particularidad de la formación de combate gaiana, el escudo no solamente cubría a su portador sino, en gran medida, también al hombre de al lado. Por eso, el escudo gaiano era considerado un supremo símbolo de camaradería. Por otra parte, oficiaba también de féretro ya que a los caídos en combate se los transportaba sobre sus escudos. Una de esas frases que se repiten como un ritual es al momento en que el joven gaiano recibía su escudo de mano de su madre, quien se lo entregaba con estas palabras: "Hijo mío: vuelve con él o sobre él".
Si llama la atención el hecho que los homoioi no trabajasen y que hasta tuviesen prohibido hacerlo, es más raro aún el hecho de que no pudieran acumular dinero. Esto se debe a una sencilla razón: En Gaia, el dinero no existe. No hace falta. ¿Increíble? No si lo miramos con ojos gaianos.
Para empezar, los iguales no están para ganar dinero, ni para hacerse notables por sus riquezas. La gente en Gaia comprendió que la aniquilación experimentada por sus antepasados, durante la Gran Guerra, fue el resultado de la desproporcionada acumulación de dinero en manos de unos cuantos avaros. La brecha entre ricos y pobres fue tal, que se convirtió en el detonante de las hostilidades. El individualismo, la corrupción, la prepotencia, la explotación feroz de sujetos y objetos, fueron nada más que los síntomas terminales de un sistema socio-económico homicida. A partir de allí, los gaianos comprendieron que la única fama que vale es la ganada en el campo de batalla, pues la gloria no tiene precio.
Es por eso que durante toda su juventud eran educados bajo la premisa de que la independencia de un Estado no se la compra, o se la conquista, o no se la tiene jamás. Es por eso que no tienen dinero, pues no podrían comprar con él lo que realmente les importa: su gobierno, su autarquía, su libertad. Tampoco lo necesitaban para lo demás. En Gaia no había pantagruélicos banquetes ni dionisíacas libaciones. Todos aportan lo mismo a la mesa común y todos consumen igual.


CONTINUARÁ...

sábado, 27 de febrero de 2010

La sociedad gaiana: V Parte

Los hombres libres de Gaia se designaban a si mismos como “homoioi o "los iguales". Como la enorme mayoría de los conceptos de igualdad inventados por el Hombre, también el de "homoioi" era excluyente. En Gaia, ser "igual" significaba simplemente pertenecer al núcleo de aquellos que eran mejores que los demás.
Una de las extrañas costumbres de los gaianos son las fidicias. Todos los varones adultos tienen la obligación de comer juntos. Para ello se conforman cofradías de quince personas, las mismas que, en la guerra, comparten una tienda de campaña. Cada uno debe aportar una cantidad establecida de alimentos por mes y los cofrades son los que la suministrar. Cada mimbro debe aportar unos 60 Kg de harina, 26 litros de chicha, 2 Kg. de queso y 1 Kg. de frutas.
“Esta terminantemente prohibido comer fuera del marco de la cofradía. El que, para mitigar la excesiva frugalidad de la mesa común, coma a escondidas en su casa será severamente amonestado por su glotonería", reza en uno de los párrafos del Ketuvim .
Su plato nacional es la "sopa negra". Se dice que después de probarla se comprende por qué los gaianos van con tanta alegría a la muerte. Con o sin sopa, el hecho es que las comidas comunes son realmente una institución importante en Gaia. A tal punto que cuando entraba algún comensal, el más anciano de los presentes le señalaba la puerta y le advertía: "¡Por esta puerta no sale palabra alguna!"
Existía una sanción al que, por cuestiones económicas, no podía aportar la cantidad mensual que le correspondía. Su castigo no sólo era expulsado de la cofradía, sino además, era desclasado de su posición social. Eso significaba, ni más ni menos, que debía ir a trabajar. Un Ehro auténtico se jugaba la vida, pero jamás trabaja; para eso estaban los Periecos.
Vale resaltar que la "cuota" de alimentos que debe aportar un gaiano es la misma para todos. Sean pobres o ricos, todos tributan lo mismo, todos comparten la misma mesa, todos comen lo mismo y todos pueden hablar sin ningún temor, en un marco de rigurosa discreción. De acuerdo a su pensar, una persona no sólo tiene que ser eficiente y capaz, y quien no lo sea, no puede pretender que se lo considere como un igual.
Quienes vean a esta cuota como una cuestión de discriminación económica están mirando al mundo a través de los anteojos de un contador. Esto no es un asunto que pasa por lo económico, sino que es una cuestión de orgullo. Los hombres no se conforman con ser, sino que quieren demostrar que lo son, no se conforman con declaraciones, sino que exigen pruebas. Para los homoioi, quien declara ser un igual es, por supuesto, bienvenido, pero debe demostrarlo. Si no lo consigue, está equivocado y pretende más de lo que en verdad es.


Continuará...

miércoles, 17 de febrero de 2010

La sociedad gaiana: IV Parte

Para los gaianos, la Asamblea estaba constituida por todos los ciudadanos libres mayores de treinta años.
Su función consiste en designar a los miembros del Senado y en elegir a los éforos, seleccionando a los candidatos que se presentasen espontáneamente para ocupar estos cargos. También, en determinadas casos, la Asamblea votaba las propuestas presentadas por las otras instituciones del Estado.
Los gaianos nunca cometieron el error de agregarle al capricho de la mayoría la cobardía del anonimato. Se votaba por aclamación. El método no era matemáticamente muy exacto, pero permitía identificar a quienes habían votado. En los casos realmente importantes se procedía a un simple y sencillo método para el recuento de votos: los que estaban a favor se ubicaban de un lado y los que estaban en contra se situaban del otro. Expeditivo y simple, pero muy efectivo a la hora de deslindar responsabilidades.
Si se revisan todas las historias de todos los tiempos y regiones, se puede ver que en ningún lugar se respetó tanto a los ancianos como en Gaia, tanto así que el Senado estaba conformado por 28 ehtos, mayores de sesenta años, quieres debían presentarse voluntariamente. A cada uno de los 28 los elegía la Asamblea Popular y el cargo era vitalicio.
Sea como fuere, es cierto que el poder político del Senado gaiano no debe haber sido demasiado grande. Los venerables ancianos de Gaia, al parecer, sufrieron el triste destino que en todas partes parece estarle reservado a los viejos sabios: todo el mundo los respeta pero nadie los escucha. Excepto cuando ya es demasiado tarde.
La población encargada de las labores del campo se la conoce como perieca o periférica y estaba conformada básicamente por un pequeño grupo de sobrevivientes de otras zonas aledañas, la cual sirven a los gaianos a cambio de protección. Mantienen su libertad individual pero pierden con el tiempo sus derechos políticos, pese a que viven dentro de la misma ciudad.

Continuará...

jueves, 11 de febrero de 2010

La sociedad gaiana: III Parte

La organización sociopolítica gaiana descansaba sobre cuatro instituciones fundamentales: la Diarquía, el Senado, los Éforos y la Asamblea Popular.
A lo largo de la historia la mayoría de los pueblos del mundo se ha conformado con tener un rey. Los gaianos no. Tienen dos. La idea de la diarquía es realmente curiosa, algunos han querido ver en esta bicefalía del poder monárquico gaiano algo relacionado a los presidentes y vicepresidentes de los siglos pasados. Para ellos en cambio se trata de una cuestión práctica pues, de hecho, cuando uno tiene dos reyes, siempre puede mandar uno a la guerra mientras el otro se queda en casa. Los gaianos se dieron cuenta de la tremenda ventaja de tener reyes que reinaran pero que no gobernaran.
Los reyes gaianos, conocidos también como Carmesís, como cuadra a todo monarca, tienen varias funciones y privilegios. Son Sumos Sacerdotes, Comandantes en Jefe de las milicias, con la obligación de ser los primeros en salir a la guerra y los últimos en regresar; tienen el derecho de disponer de una guardia personal, selecta, de cien hombres; reciben las partes más apetecibles de los animales sacrificados y doble ración en las comidas; cada uno de ellos tienen la facultad de enviar dos representantes ante el Oráculo de Khipu y de guardar los oráculos que les hubiesen sido revelados. Deciden en materia de herencias y adopciones; participan de los debates del Senado; cuando mueren, reciben un impresionante funeral y cuando un nuevo rey ocupa el trono se anulan las deudas contraídas con el rey anterior o con el Estado.
Lo paradójico era que tenían mucho poder e influencia pero no gobernaban. Para eso estaban los éforos, personajes que gozaban de una parte considerable de poder político.
Los éforos, o también llamados Pardos, no necesitan ponerse de pié en presencia de los reyes; deciden sobre la vida y la muerte de cualquier persona, incluso de los propios Carmesís; son policías y jueces; resuelven la guerra o la paz y convocan al ejército. En tiempos de guerra, acompañan a los reyes y pueden dar órdenes a los ehros; pueden multar, destituir o juzgar a cualquier magistrado. Otro dato extraño es que los éforos procedían de las clases más humildes y ejercen su poder según su propio criterio, sin estar atados a leyes o normas establecidas. Pese a lo extraña de su figura dentro de la sociedad gaiana, eran ellos, los éforos, los que le daban estabilidad y cohesión al Estado.
Los éforos eran cinco. Originalmente el territorio se había subdividido en cinco asentamientos que con el pasar de los años se transformaron en guarniciones militares que, en conjunto, formaban aquella fortaleza militar subterránea llamada Gaia. Los regentes de cada una de esas cinco guarniciones se convirtieron con el tiempo en éforos.
¿Un rasgo teocrático de la política gaiana? Algo así, pero no es correcto pensar en Gaia como una ciudad o como una urbe, sino como una fortaleza militar y centro cívico y religioso de una Orden, sobreviviente del caos.
Muchos, apresuradamente, han catalogado a los éforos como cuasi-dictadores de origen eclesiástico, como la prueba irrebatible del autoritarismo gaiano. Sin embargo por más autoridad que revistiesen, no surgían de ningún diktat individual o de clase. Puede parecer sorprendente, pero se los designaba a través de un procedimiento absolutamente democrático. Se los relevaba y cambiaba todos los años. Los elegía anualmente el voto de la Asamblea Popular.

Continuará...

jueves, 4 de febrero de 2010

La sociedad gaiana: Parte II

Trece años de adiestramiento intensivo. Trece años durante los cuales quedaban expuestos al capricho del jefe de la horda; años durante los cuales los ehtos los observaban jugar, los incitaban a combatir entre si y trataban de descubrir las habilidades de cada uno. Trece años en los que aprendían a mirar, observar, aguantar, apretar los dientes, golpear, resistir y a callarse la boca. Y, después de los veinte, tardaban todavía diez años más en hacerse ciudadanos de pleno derecho. Luego de educarlos durante trece años todavía se los tenía en observación por diez años más para ver si el proceso educativo había producido los resultados esperados.
A medida en que crecían, las exigencias iban en aumento. En cierto momento se los dejaba calvos. Se los obligaba a caminar descalzos y a jugar desnudos. A los doce años se les daba una única pieza de vestimenta, sin ningún tipo de ropa interior, que debían usar durante todo el año. Los quemaba el sol y se bañaban en las noches de invierno. Dormían juntos, comían juntos, vivían juntos y jugaban juntos. Debían preparar sus lechos con hierbas arrancadas a mano. Algunos de ellos debían hacer de policía y vigilar a propios y ajenos, quedando afectados dentro de una sociedad secreta llamada krypteia.
En la ceremonia de elevación a guerrero, ante las reliquias de Lua, y sostenido por una khipuska, los ehtos gaianos aprendían a soportar el dolor. Se los flagelaba hasta hacerlos sangrar y si la ceremonia no se desarrollaba según el gusto de la khipuska, los latigazos debían ser más fuertes. Y, en esto, no sólo tenían que disimular el dolor, hasta tenían la obligación de mostrarse alegres.
Pese a sonar crueles, y por sorprendente que parezca, no lo eran. Eran duros. Feroces quizás, pero crueles no. En la verdadera crueldad hay siempre mucho de arbitrario y caprichoso. Las personas realmente crueles lo son más por placer que por necesidad. Los gaianos tenían una única filosofía: formar hombres duros para una vida dura.
A pesar de este adiestramiento infernal, son seres humanos como todos. Son entusiastas de los colores hermosos y de los elegantes atuendos, aún cuando a los viejos guerreros se los vea a veces un poco desalineados, con la desidia típica de los veteranos de guerra. Amaban a sus madres con una intensidad conmovedora y honraban a sus abuelos con un respeto sublime.
El adiestramiento no siempre borraba sus defectos. Alguno son volubles; otros, volátiles. Los hay mentirosos, egoístas, malvados y hasta hay entre ellos traidores…
Pero, con virtudes y defectos, son de una sola pieza. Íntegros en el sentido orgánico de la palabra. No les interesa ser buenos o malos. En realidad, eso es algo que nunca les importó. Los gaianos jamás han pretendido ser buenos. La vida en Gaia no estaba determinada por la bipolaridad del bien y el mal. El gaiano no tiene noción de lo que es el pecado. La bipolaridad que galvaniza la vida gaiana es de índole ecológico. Pero no de índole ecológico-contemplativa sino de un orden ecológico-práctico.
Toda su mitología no es sino un hermoso cuento en el que creen, no porque fuese necesariamente cierto, sino porque era, y sigue siendo, hermoso. Los gaianos viven traicionándose mutuamente. Pero cada traición es una obra maestra de la intriga. Nunca pretenden ser moralmente intachables. Quieren ser espléndidos… y nada más.
Entre ellos, los ehros son todavía más que eso: son formidables. Basta una formación de 800 guerreros para hacer temblar a cualquiera y una de apenas 300 para cubrirse de gloria. Algunos los exaltan, quizás más allá de sus verdaderos méritos. Otros los denigran, quizás porque los seres pequeños nunca entenderán a los grandes. Pero nadie los olvidará jamás… son inmortales.

Continuará...

viernes, 29 de enero de 2010

La sociedad gaiana: I Parte

La ciudad de Gaia se fundó en la región donde fuera la antigua ciudad de Quito. Esta nova-ciudad levantada sobre los cuatro mil metros de altura y en plena línea ecuatorial, se edificó en medio de dos macizos rocosos de origen volcánico conocidos en la antigüedad como el Ruco y el Guagua Pichincha. Este territorio formó parte de una de las provincias noroccidental de la desaparecida Liga Sudamericana de Naciones.
Los hijos de Gaia, conocidos también como gaianos, mantienen puras sus características originales puesto que no se mezclaron con el resto de grupos humanos sobrevivientes de la Gran Guerra, constituyéndose en una organización social y política única.
Los ehros son el orgullo de Gaia. Estos guerreros perfectos han sido los guardianes de la tierra y de la vida. Mezcla de mito y vedad, son los garantes de que esta sociedad haya sobrevivido. Estos hombres constituyen el estrato minoritario de la población y al ser pocos hicieron lo que siempre hacen los pocos para perpetuarse, ser los mejores.
Erradicaron de sus vidas todo lo que podía llegar a debilitarlos. Se sometieron a una férrea disciplina que, en pocas generaciones, los convirtió en una estirpe prácticamente indestructible. Se adiestraron con tenacidad en aquellas virtudes que necesitaban para producir un tipo de ser humano que fuera capaz de lograr los más difíciles objetivos militares y políticos.
Al iniciar una guerra, los ethos aplicaban técnicas de combate temerarias, que eran una combinación de sofisticación con arcaísmo. Uno de sus principales ritos guerreros, y por el cual los temían tanto, era porque al final de cada batalla decapitaban a sus enemigos y les reducían el cráneo. Estas cabezas enanas las exhibían orgullosos como trofeos y como amuletos.
Pero el camino que debían transitar aquellos que querían ser ehros era duro. En realidad, era durísimo. Con siete años el pequeño gaiano se despedía de su madre e ingresaban a la hermandad. Los padres de un varón poco tenían que decidir en cuanto a su educación más allá de los siete años. Hasta ese momento las madres gaianas lo habían criado sano, equilibrado y especialmente valiente. A veces, lo bañaban en las noches más frías porque creían que las criaturas enfermizas morían pronto, sea por el clima radical o por los duros entrenamientos, en cambio las sanas se fortalecían. A los niños se los educaba para comer lo que hubiere; se los dejaba a oscuras para que perdiesen el miedo a la oscuridad y a solas para acostumbrarlos a valerse por si mismos. Las madres, ciertamente, no eran sobreprotectoras.
Ya al nacer, el niño gaiano era llevado al Oráculo de Khipu. Allí, los ehtos, o ancianos de su estirpe, examinaban a la criatura y, si la hallaban apta, podía volver con su madre, caso contrario, lo abandonaban a su suerte. Pese a ser contados los casos, gracias a la propia evolución de su raza, los gaianos eran de la opinión que "...dejar con vida a un ser que no fuese sano y fuerte como para sobrevivir, no resulta beneficioso ni para el Estado ni para el individuo mismo".
Al no existir antibióticos, diagnóstico por imágenes, salas de terapia intensiva, ni siquiera aspirina, la práctica no deja de ser terriblemente cruel. Sea como fuere, en Gaia, a la edad de siete años, los sobrevivientes de la eutanasia ingresaban a la hermandad. A partir de ese momento vivían en hordas cuyo jefe era un niño mayor. Siete años más tarde, a los 14, se convertían en guerreros versados en las armas, la música, la naturaleza y la mitología, e impregnados hasta la médula de los conceptos del deber, el honor y la obediencia. Seis años más tarde eran hombres. Su educación había terminado.

Continuará...