Amanecía otra vez. Los primeros jirones de luz entraban de puntillas por el lado oriental de la gran montaña. Un naranja opaco comenzaba a iluminar el enorme muro de piedra. Cada uno de los bloques que lo formaban, estaban perfectamente alineados en columnas de cuarenta y ocho piezas, que sumadas, alcanzaban los doce metros de altura. En el extremo, donde iniciaba la pendiente más alta de la montaña, se mostraba sobre la muralla una torre de vigilancia, pétreamente reforzada, que permitía a sus ocupantes divisar cualquier movimiento en el sur y en el este del valle. La formidable pared, que se extendía zigzagueante por ambos lados del monte, protegía el único frente por el cual hubiese existido la posibilidad de llegar a la cima.
Del otro lado, al interior de la fortaleza, el día había comenzado para muchos horas antes. El sol para sus habitantes no era el que determinaba el tiempo. Para ellos y para ellas todo estaba establecido dependiendo del rol que cumplían. El día y la noche desde hace años les era indiferente, incluso antes de la Gran Guerra, ya no eran dueños ni de su tiempo ni de su propia vida. Todo aquello que existió o se conoció, ya no lo era más.
La voracidad por acumularlo todo, riquezas, poder, confort, había llevado a sus antepasados a eliminarse sistemáticamente en un intento por acaparar los pocos recursos que aún existían. Su paulatino agotamiento, sumado a los cambios irreversibles de la naturaleza, llevó a enfrentarlos los unos a los otros. Grandes grupos migratorios aparecían de todos lados y a su paso, como ejércitos de langostas, lo consumían todo. Eran tan grandes estas bandadas humanas que ni el imperio más poderoso del siglo pasado, con toda su tecnología y letal arsenal, pudo frenar al hambre y la sed que la gente sentía. Fue la primera vez que no pudieron ponerle un rostro al enemigo, pues todos y todas se convirtieron en jaurías de bestias, gobernadas por un instinto de sobrevivencia. Fue la última Gran Guerra, que duró más de cien años, y de la cual solo sobrevivieron pequeñas hordas guerreras que buscaban los contados manantiales de agua para asentarse.
La memoria, aún lastimada por el recuerdo de esa nefasta autodestrucción, se despertaba siempre a las seis. A esa hora, desde el fin de la guerra, las personas se juntaban cada mañana alrededor del Oráculo de Khipu, ubicada en la parte más alta de la ciudad-muralla, junto a la Fuente de Cassotis y al Tronco Sagrado, para iniciar la ceremonia preguntando a los dioses si ese día iban a gozar del hado de sus bendiciones y, por fin, poder tocar la lluvia. La mayoría de los congregados la conocían solo por los relatos contados por los hombres más viejos, conocidos como Ethos, pues desde que nacieron, ese primigenio milagro los había olvidado a su suerte.
Las Khipuskas, o guardianas del oráculo, eran tres vírgenes elegidas por la binarquía y eran las encargadas de interpretar los mensajes de la divinidad. A estas sacerdotisas, nombradas de forma vitalicia, solo se les pedía llevar una moral intachable y vivir para siempre dentro del santuario. Cuando moría una ellas, era remplazada inmediatamente por la soltera más deseada, la cual era ungida luego de un doloroso rito de extirpación del clítoris. De esta forma se aseguraban que jamás conocería el placer sexual y que su todo espiritual esté entregado por completo a la gracia del oráculo.
Una vez al mes, en la Ceremonia Mayor, se abría un espacio de consultas, en donde la gente común podía preguntar al oráculo sobre su futuro. Los consultantes debían cumplir algunas normas: Presentarse bien purificado, traer como ofrenda una ración de agua completa y algún animal para el sacrificio, cuyas vísceras en parte se quemaban en un honor y en parte se distribuían entre los asistentes.
En el ceremonial, las Khipuskas proferían sus vaticinios en un estado de trance o locura profética, era como si el dios entrara en ellas y se expresara a través de su voz, de una manera parecida a la de una médium. Antes de empezar con las predicciones, cumplían una serie de rituales. Primero, se desnudaban por completo y bebían de un solo sorbo toda su ración de agua del día, aproximadamente un cuarto de copa. Luego tomaban en las manos una rama del Tronco Sagrado y se sentaban de espaldas, una contra la otra, en lo alto de un trípode de piedra, ubicado al fondo del oráculo, que simbolizaba los tres períodos del tiempo: pasado, presente y futuro. Con los ojos perdidos en un punto fijo, cada sonido que emitían, cada movimiento de sus cuerpos, era parte de sus adivinaciones, las que luego eran puestas por escrito, a menudo en versos hexámetros, por cinco Ehtos, que hacían de escribas. Finalmente, cuando la predicción era dada, las Khipuskas regresaban al trance para que el espíritu las dejara en libertad.
Pero esa mañana, justo antes de iniciar el ritual, un aroma extraño reviraba el ambiente...