Trece años de adiestramiento intensivo. Trece años durante los cuales quedaban expuestos al capricho del jefe de la horda; años durante los cuales los ehtos los observaban jugar, los incitaban a combatir entre si y trataban de descubrir las habilidades de cada uno. Trece años en los que aprendían a mirar, observar, aguantar, apretar los dientes, golpear, resistir y a callarse la boca. Y, después de los veinte, tardaban todavía diez años más en hacerse ciudadanos de pleno derecho. Luego de educarlos durante trece años todavía se los tenía en observación por diez años más para ver si el proceso educativo había producido los resultados esperados.
A medida en que crecían, las exigencias iban en aumento. En cierto momento se los dejaba calvos. Se los obligaba a caminar descalzos y a jugar desnudos. A los doce años se les daba una única pieza de vestimenta, sin ningún tipo de ropa interior, que debían usar durante todo el año. Los quemaba el sol y se bañaban en las noches de invierno. Dormían juntos, comían juntos, vivían juntos y jugaban juntos. Debían preparar sus lechos con hierbas arrancadas a mano. Algunos de ellos debían hacer de policía y vigilar a propios y ajenos, quedando afectados dentro de una sociedad secreta llamada krypteia.
En la ceremonia de elevación a guerrero, ante las reliquias de Lua, y sostenido por una khipuska, los ehtos gaianos aprendían a soportar el dolor. Se los flagelaba hasta hacerlos sangrar y si la ceremonia no se desarrollaba según el gusto de la khipuska, los latigazos debían ser más fuertes. Y, en esto, no sólo tenían que disimular el dolor, hasta tenían la obligación de mostrarse alegres.
Pese a sonar crueles, y por sorprendente que parezca, no lo eran. Eran duros. Feroces quizás, pero crueles no. En la verdadera crueldad hay siempre mucho de arbitrario y caprichoso. Las personas realmente crueles lo son más por placer que por necesidad. Los gaianos tenían una única filosofía: formar hombres duros para una vida dura.
A pesar de este adiestramiento infernal, son seres humanos como todos. Son entusiastas de los colores hermosos y de los elegantes atuendos, aún cuando a los viejos guerreros se los vea a veces un poco desalineados, con la desidia típica de los veteranos de guerra. Amaban a sus madres con una intensidad conmovedora y honraban a sus abuelos con un respeto sublime.
El adiestramiento no siempre borraba sus defectos. Alguno son volubles; otros, volátiles. Los hay mentirosos, egoístas, malvados y hasta hay entre ellos traidores…
Pero, con virtudes y defectos, son de una sola pieza. Íntegros en el sentido orgánico de la palabra. No les interesa ser buenos o malos. En realidad, eso es algo que nunca les importó. Los gaianos jamás han pretendido ser buenos. La vida en Gaia no estaba determinada por la bipolaridad del bien y el mal. El gaiano no tiene noción de lo que es el pecado. La bipolaridad que galvaniza la vida gaiana es de índole ecológico. Pero no de índole ecológico-contemplativa sino de un orden ecológico-práctico.
Toda su mitología no es sino un hermoso cuento en el que creen, no porque fuese necesariamente cierto, sino porque era, y sigue siendo, hermoso. Los gaianos viven traicionándose mutuamente. Pero cada traición es una obra maestra de la intriga. Nunca pretenden ser moralmente intachables. Quieren ser espléndidos… y nada más.
Entre ellos, los ehros son todavía más que eso: son formidables. Basta una formación de 800 guerreros para hacer temblar a cualquiera y una de apenas 300 para cubrirse de gloria. Algunos los exaltan, quizás más allá de sus verdaderos méritos. Otros los denigran, quizás porque los seres pequeños nunca entenderán a los grandes. Pero nadie los olvidará jamás… son inmortales.
Continuará...